Sus senos, desnudos, se mostraban sin pudor frente a una multitud pintada de verde, violeta y negro. Sus espaldas, bronceadas y rotuladas con mensajes pro-abortistas y antimachistas, se revelaban como carteleras humanas. Brazos y rostros bañados de sudor, de escarcha, de labial y de tinta deleble, recordaban que ese 8 de marzo no era un día más. Cinco letras rojas, en una cartulina blanca resumían el sentir de todas: HARTAS.
Este jueves 8 en Buenos Aires, entre la Plaza de Mayo y el edificio del Congreso de la Nación, se llevó a cabo una masiva manifestación que, junto al Paro laboral convocado por agrupaciones feministas, serviría para conmemorar el Día Internacional de la Mujer. Entre las asistentes, la esperanza de lograr un cambio en la sociedad en la que vivimos se volvió un impulso que las arrastró hasta la calle “aunque nos digan locas, aunque nos digan feminazis”. Amarrarse los zapatos, las botas o apretarse las sandalias y caminar y bailar y gritar y llorar junto a otras mujeres –cientos, miles- con las que comparten algunas visiones, solo puede recordarse como una hermosa hazaña.

Pero no es hermosa por su imponencia física, que también ostenta; es grande y notable por su significación social. Ver cómo un grupo de personas que aunque con intereses y pareceres disímiles es capaz de organizarse y manifestar un punto de vista en común, con profunda emotividad, conmueve al infranqueable y ablanda a quien no es indulgente. Saber que en otros rincones del mundo esta escena se replicaba hace del calificativo “histórico” uno muy digno para esta fecha.
En las calles porteñas, con fuerte olor a asado y música de principio a fin, el paisaje urbano se adecuó al momento. Las paredes se forraron con mensajes alusivos a la causa; los suelos se empapelaron con folletos y volantes. Una tarima discreta esperaba a las marchistas en la plaza del Congreso, espacio que desde temprano se había vestido con vallas feministas de extremo a extremo y que hacia la noche se pintó con luz purpúrea proveniente del edificio.

Caminar o perderse en ese cauce de rostros suramericanos y toparse con el momento justo en el que una madre le decía dulcemente a su pequeño hijo varón que estaban allí para honrar a las mujeres, fue revelador. “Para que ellas puedan ser las dueñas de sus propios cuerpos”, concluyó. Otra, mucho más joven y con una hija de apenas un año, prefirió entregarle un cartelón a la bebé y firmarle en el cachete: “No soy princesa”. Algunas mamás menos audaces, sin prendas alusivas, ni mensajes disruptivos, sonreían al verse hacer lo correcto junto a sus chicas. Estas últimas solían abrir bien los ojos para empaparse de lo que acontecía frente a sus narices.
Las trabajadoras, agrupadas en sindicatos, desplegaron telas multimétricas y gritaron consignas hasta el anochecer. También, algunas, demostraron sus dotes musicales en percusión o vientos, ambientaron la protesta con aplausos a cambios.
Jóvenes, quizá más rebeldes, con sus looks alocados y vistosos, se apropiaron de la marcha a tal punto de sentirse guías y líderes. Están hartas. Guiaban los cánticos, impulsaban la música, a veces opacada por gritos, se colgaban carteles con mensajes tan crudos que parecían golpes. Muy violentos, sí, pero al final mucho menos violentos que los golpes de los femicidas.

A un costado de la gran reja negra que protege el edificio del Congreso, con los ojos más tristes de la jornada, se encontraba una agrupación de familiares de mujeres víctimas del machismo de sus esposos, parejas y exparejas. Las voces de sus madres, de sus padres, se quiebran mientras toman el parlante y las lágrimas de quienes se acercan brotan sin parar. Solo pensar en las últimas horas de vida de estas 18 mujeres: violadas, quemadas, apuñaladas, descuartizadas; angustia y duele. Sus madres, sus padres, quieren justicia, leyes severas, no quieren más víctimas. Están hartos.
Y los carteles lo recuerdan. Cada 30 horas ocurre un femicidio en la Argentina y #NiUnaMenos. El grito estridente es BASTA pero el camino aún es largo y pantanoso.


Fotos: EFE
Deja un comentario